martes, 7 de agosto de 2007

OKI, EL MONGOLITO

OKI, EL MONGOLITO
OKI, el mongolito (Homenaje a los niños Down)

Graciela Zárate León

Sí, es cierto. Un rumor de mar perenne y una brisa cálida invaden todos los espacios de este puerto mío, que es un puerto norteño del Perú. Sí, es verdad, tiene calles caprichosas, calles sube y baja, calles angostas y anchas, y en medio de ellas, un ir y venir presuroso de andares amigables en el saludo, la sonrisa, el paso apurado por el trajín del mediodía o por la acuciosa impertinencia de las noches.

Y… sí, aquí, un día cualquiera, nació y fue creciendo OKI, el niño down, el mongolito de mis recuerdos.

Su cara redonda, con sus ojos tiesos y estirados hacia los extremos, su mirada adormilada, su cuerpo anchuroso y pequeño, sus piernas menudas y extrañamente acompasadas al caminar, se fueron introduciendo por todos los poros del alma del pueblo. La gente lo fue integrando al mundo y a las experiencias de la vida comunitaria. Y los niños fueron forjando la amistad entre risas y juegos de la rutina diaria, en el parque y en la playa inmensa que cobija y baña a todos con la calidez y solicitud de una madre.

OKI recorría todos los lados del puerto: estaba en las plazoletas pobladas de suave grama y de plantas aromáticas; estaba en el malecón -extensa barra de cemento limitada por barandas con dibujos uniformes; estaba en el muelle, entonces, todavía con su aire de señor de las rondas vésperas y nocturnas del romance; estaba en las esquinas, triángulos de refugios amicales o de ¡holas! inciertos y pícaros.

OKI jugaba y reía con los niños. Y los niños jugaban con él. Oki no hablaba. Sólo emitía una especie de gruñido gangoso para comunicarse "oralmente" con los otros. Le encantaba jugar a "Las estatuas", saltando desde la altura de las bancas de madera del pequeño parque, y quedarse parado con los pies achaplinados y los ojos tan abiertos que parecía iban a salirse de las órbitas; jugaba también el "Ampay", le encantaba correr y correr a pesar de las trabas de sus pies difíciles, hasta tocar el poste central y así salvarse de la persecución chillona de los amigos. También gozaba con las rondas de canciones infantiles que hacían los chiquillos, de rato en rato, en esos momentos intensos en los cuales, sin darse cuenta, todos ensayaban y aprendían la vida.

Pero Oki no iba a la escuela. Eran tiempos de prejuicios arraigados: “que estos niños no pueden estar en el colegio con los niños normales”, sentenciaban todos, desde las voces oficiales hasta las voces familiares. Y no había nada qué discutir.

Sus padres tenían la rutina de contarle un cuento cada noche. Su voz lo iba adormeciendo y en medio de su sonrisa de todas las horas, se iba quedando dormido, mientras, como un suave arrullo, se concluía el cuento de Blanca Nieves y los siete enanitos, del Lobito Feroz, del muñeco de palo Pinocho y muchos más. A veces me pregunto si estas lecturas fueron un factor decisivo en la formación de su espíritu tan gentil y tan lleno de ensoñación.

Pasaron los años como pasan los años en los lugares donde no se vive la dinámica de las grandes urbes, donde los gajos de la vida diaria se van arrancando con ademanes y gestos intensamente rutinarios pero auténticos, sin máscaras. En Oki se fueron perfilando las inquietudes de los adolescentes. Amplió su espacio de acción, se iba lejos de su casa, ensayando horizontes más amplios en otros barrios, en otras plazuelas, a la entrada de los colegios, en el campo deportivo y en las playas de ese mar inmenso de olas y arenas. Se escapaba ensayando la libertad; buscaba a los amigos de siempre y se acercaba a otros, los nuevos, siempre con el deseo de jugar con ellos.

Hacía largas caminatas por la orilla del mar; se echaba, perezoso y relajado, sobre la tibia arena brillante de sol y de conchas diamantinas, ya casi al atardecer, en medio del cielo de celajes retozones, o tornasolado de crepúsculo, después de sus largos paseos sin destino.

En los primeros años de su "adultez" aprendió a fumar. Su “cigarro” era un lápiz blanco que introducía en la boca cerrando soñadoramente los ojos rasgados. Había copiado las posturas del "machito" del pueblo, Calulo, muchachón indomable y hacedor de malas artes. Recostado en una esquina, Oki, con una pierna doblada apoyada en la pared," consumía" el cigarro que mantenía entre los dedos con gran dominio en la acción y con una pose de autosuficiencia que parecía decir "Yo estoy de vuelta de todas partes. Que tenga cuidado quien lo dude”.

Su sonrisa de niño Dawn era un estereotipo en todo el paisaje de su cara. Reía las 24 horas del día y su risa se desparramaba por la frente, los ojos, la nariz, la boca, las orejas, la garganta, la barriga, las manos, aunándose a unos movimientos descontrolados y a unos estallidos agudos que brotaban desde el fondo de su garganta virgen de palabras.

Lloraba con intensidad ante cualquier hecho público de dolor, ya fuera alguna irreparable pérdida o alguna tragedia que pesara en el alma de los porteños. Era un fiel amigo, infaltable acompañante en el entierro de personas que fallecían en el pueblo. Caminaba hasta el cementerio, tan cabizabajo, tan lleno de pesar, y entonces lloraba con suaves y silenciosos quejidos un momento, con graves y fuertes sollozos, otro. Esta queja del alma se paseaba por todo el cementerio y cuando, después de enterrado el difunto, bajábamos en son de procesión esa pequeña cuesta del Cristo de los Brazos Abiertos, Oki aún seguía gimoteando y botando gruesas lágrimas en medio de suspiros ahogados. Danzaba, entonces, un eco de fantasmas alrededor de los asistentes, que cabizbajos emparejaban sus sentimientos al color ceniza de esos incuestionables alaridos y sollozos del "Mongolito".

El color azul del mar, en esa hora mortecina, se mostraba agitado y envuelto en una capa oscura y los pequeños botes saludaban respetuosos sobre el vaivén de las olas inquietas de la tarde.

El 28 de julio, Día de la Patria, el izamiento de la bandera nacional, la misa en la Plaza de Armas, el tinte multicolor del patriotismo del pueblo, terminaba con un desfile escolar.
Estos días de Julio, en el puerto, generalmente tienen el brillo de los días de verano. El sol amanece afable y amable, está en buena forma y en gran disposición para acompañar la fiesta del Perú.

Desde la quincena anterior, los niños y jóvenes ensayan el desfile escolar. Una o dos horas de cada mañana grupos de alumnos y alumnas invaden, con su paso de ganso y al ritmo marcial de ¡uno, dos!, ¡un dos!, ¡un dos!, invaden –repito- el malecón, las calles de la plaza central y las pocas avenidas. Por supuesto, que la interrupción del tráfico genera algunas reacciones, aunque no se llega jamás a la intolerancia.

Durante estos días, OKI seguía fielmente el ensayo de marcha, especialmente en la Avenida Grande. Se le inflaba el corazón de Perú cuando escuchaba los tambores y las bandas estudiantiles con su característico ra-ta-plam, ra-ta-plam- plam-plam. Emparejaba con la última fila de un batallón y se alineaba en la acera aunque con dificultad para avanzar al mismo compás y tiempo exigidos por el apremio de los tambores.

El día central, en medio del colorido y de la algarabía festiva, sorpresiva y furtivamente, OKI se introducía en la pista engalanada, con su bastón de brigadier pintado de blanco que lucía unas borlas doradas y un penacho de cintas rojas. Con la frente en alto y los ojos fijos en su ruta patriota, desfilaba tan erguido, tan concentrado, tan intenso ante la tribuna oficial donde estaban las autoridades como el alcalde, el gobernador, el subprefecto, el Capitán de Puerto, el Jefe de la Policía, los directores de los colegios. Ellos, todos, mordisqueaban una sonrisa entre los ceños fruncidos y la mirada indecisa entre la obligación de observar a los muchachos que desfilaban o el deleite de saborear un momento de ingenuidad bañado de humor tremendamente humano...

Alguien comentó siempre que en el puerto ese día todo tenía un halo de nobleza y que después del almuerzo familiar, en cada hogar, OKI era el tema de conversación:
-¡Qué tal OKI! ¡Qué seriedad para marchar! ¡Qué gracioso muchacho!-Y seguían descripciones coloristas sobre el paso marcial de Oki, el bastón que portaba Oki, las botas tan de acuerdo a la ocasión que usaba Oki, en fin...

Me dijeron que un novedoso trabajo de investigación de algunos alumnos del Pedagógico había recogido información en cerca de 500 familias sobre "Temas de conversación en el almuerzo familiar o social después del desfile del 28 de Julio".El tema Oki alcanzó el 98%. OKI, sencillamente, a su manera, hacía sentir la patria.
...

Hay un coliseo en esta pequeña ciudad norteña. Es amplio. Está ubicado en el lado oeste del puerto. El aire marino invade el recinto y penetra ansiosamente hasta los pulmones. Los pescadores dicen que el aire marino hace mucho bien a los bronquios y pulmones de los niños y niñas, lo cual les permite estar muy fuertes si se trata de afrontar enfermedades. Desde este coliseo se puede ver una hermosa playa y un mar azul, de espumosas olas, muchas veces con una luna que se pasea vanidosa y coqueta en medio de un cielo cuajado de estrellas. El paisaje es parte de la magia de este recinto y de la buena respuesta a la convocatoria de sus eventos. Durante el año se realizan allí actividades deportivas, encuentros folklóricos y diversos festivales, como el de la Canción o el de Lectura de Poemas, o el de Marinera Norteña.

OKI nunca faltó a estos encuentros de gente joven y de corazones más jóvenes aún. Él se ubicaba horas antes, muy cómodamente, en los primeros asientos. Empezaban los números programados, generalmente muy alegres y dinámicos. El aplauso del público era pródigo y se escuchaba acompañado con compases de ¡Hurra! ¡Dale! ¡Bravo!, según fuera la ocasión.

En los momentos de intermedio, Oki fungía de artista improvisado. Mientras las bandas interpretaban alguna canción de moda, sabrosa en su ritmo, él se paraba, abría los brazos, hacía un profundo y reverencioso saludo al público, dejaba su sitio, avanzaba y se situaba en el centro, en el lugar más visible. Todo su cuerpo estaba lleno de ritmo al caminar, empezaba con pasitos cortos y saltarines y luego bailaba, bailaba extasiado y absorto, en medio del aplauso del público y de la chiquillada que gritaba: ¡Buena, OKI! ¡Dale, OKI! ¡Mueve la cintura, Oki! ¡Así!

Oki entraba fácilmente al corazón .Era un mago que transformaba los espacios, las sensaciones, las emociones, los pensamientos en algo bueno y amable. La segunda parte de cada evento, generalmente tenía un clima diferente, como si en ella trajinara la magia de una sonrisa inédita y de un aplauso en eco intenso.

Últimamente Oki tuvo un "contrato de trabajo" en el cine. Era un empleado muy puntual. A las seis de la tarde, con aire de "hombre serio y responsable", Oki salía de su casa, muy aseado, correctamente vestido, muy bien peinado, y no se detenía ante nada hasta llegar a la puerta principal del cine Gloria. Entraba apresuradamente, buscaba sus implementos para la limpieza, encendía las luces, revisaba los asientos. A veces, barría y, si había un poco de público, se subía al escenario y hacía piruetas o representaciones graciosas, nunca maliciosas ni vulgares. La gente se iba instalando en las butacas, lo aplaudía y él agradecía doblando la cintura e inclinándose hacia adelante con una venia muy sofisticada, como de dibujos animados. Su sonrisa irradiaba en toda su cara, como cuando se parte una sandía y su color interior anuncia un sabor dulce, dulce.

Nunca alcancé a descifrar ese toque de inteligencia total. A veces creo que de alguna manera él sentía lástima de los demás o de todos nosotros. El color de su sonrisa lanzaba este mensaje: Yo soy más feliz y más libre que todos ustedes. Yo soy único. Soy transparente. Soy auténtico.
...

OKI murió. Un día cualquiera, murió. Su padre me dijo, llorando: "Mi hijo tenía 25 años y 3 días, maestra. El pretexto fue un dolor de estómago. Su corazón estaba muy débil. El médico me dice que no llore tanto por mi niño, que lo que él ha vivido equivale a muchos años de vida en cualquier otra persona con el sindrome de Dawn". El papá se consolaba mucho repitiendo esta explicación, con los ojos opacados por el vaho de una lágrima.
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OKI, el amigo OKI. Todos sabemos que el cuidado amoroso de sus padres y el cariño de la gente de su pueblo cubrieron de afecto y de comprensión a este niño-hombre irrepetible.

(Publicado en el libro "Razones para seguir viviendo"- 1984)

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